La Rebelión de los Apus en Corpus Christie
Jesús Manya Salas
One dollar please y extendió la mano Macario vestido con ropas raídas y
una toalla vieja y descolorida por el uso, con el que cubría su esquelético
cuello a modo de bufanda. Su nariz ancha y aguileña exponía un Ray Ban, regalo de algún gringo
dadivoso; ceremonioso y sosegado sacó un tazón de plástico para recibir las
propinas, extendió la toalla para lucir encima de ella el rondín azul y oxidado
y la zampoña compañera de vida. El concierto al aire libre empezaría
en breve, antes movió su tullido cuerpo de un lado a otro, probando el larilala melodioso, una evocación
permanente para las fotografías.
El lamento triste
salió de las cañas alineadas en la mano izquierda, un esfuerzo descomunal para
sus pulmones tuberculosos; con el brazo derecho acompañaba con golpes tiernos a
la Tinya de cuero de chivo; rompía el
silencio de la noche y enfrentaba el frío de los portales del Hawkaypata. Las melodías parecían bajar
de los cerros y rocas, eran unos truenos directos al corazón de la ciudad, como
en el siglo de los siglos y ahora para unos cuantos paisanos curiosos y
turistas atrasados del tour nocturno. El recorrido de los carrizos y en otras
ocasiones el melódico, emitían waynos y
yaravíes que eran premiados con unos aplausos y unas monedas.
Fatigado repetía otra
de sus letanías: how are you?... one dollar please… thank you… good bye. Until
another day… que aprendió del
Maestro “Dólar”, pacífico y simpático
guía de turistas pobres, uno de sus pocos amigos, ahora recluido en el
manicomio por divagar y soñar en inglés. Para la autoridad y policía municipal,
la majestad de la ciudad, por ser hermana de Roma y Atenas, era incompatible
con la presencia de un joven, que reía y hablaba un idioma extraño a sus amigos
extranjeros, para remate cojo y barbado para el gusto de los mediocres de
entonces.
El recital, era también
el único recreo nocturno de los niños abandonados, vendedores de cigarros y
golosinas, momento oportuno para contabilizar sus limosnas del día.
En los últimos
cuarenta años, Macario trabajó sin falta todas las noches; no obstante el
cansancio de su caminar diurno, ofreciendo en venta serruchos y martillos,
antes ingleses ahora chinos. Las puertas de las fábricas Wasqar y Cachimayo, Enafer el ferrocarril, ya no eran puntos de
venta, estaban cerrados y sus trabajadores despedidos y desocupados. La olla de
la familia numerosa, sólo alcanzaba con los dólares y soles que caían en su
hambriento tazón, luego de cada interpretación que sus enfermos e infectados
pulmones arrancaban a su contemporánea zampoña.
Una noche de mayo de
un año difícil, contentos con las propinas recogidas en la presentación
artística cotidiana, gracias al aporte despreocupado de los parroquianos
borrachos y la gran cantidad de turistas generosos, que participaron en la
procesión de entrada de Corpus Christie
junto a las imágenes de Santos y Vírgenes, que peregrinaron desde sus pueblos y
barrios hasta la Plaza de Armas; camino hacia el Portal de Carnes en cuyo rincón
tomaban ponche o mate caliente para recuperar algunas energías, junto a los niños
pordioseros y vendedores de chuchería, escucharon unas poderosas voces que
discutían al interior de la Catedral a donde ingresaron las imágenes
eclesiásticas en las horas de la tarde.
Sorprendidos y
asustados corrieron a la puerta mayor para averiguar por las rendijas, qué
sucedía y porqué debatían tan acaloradamente a media noche, tal como fue
certificado por las campanillas del reloj que marcaban las horas en el reloj de
la Plaza de Armas.
Macario el zampoñista
y los niños escucharon el debate catedralicio del Corpus Christie, todavía resonaban
en sus oídos:
—¡Hasta cuándo soportaremos tanta insolencia, corrupción y miseria con
este pueblo— emplazó desde la cabecera el que dirigía a los feligreses, su
rostro andino reflejaba una gran molestia y dolor por la sangre que chorreaba
de su cabeza —exijo claridad y firmeza, hablen con limpieza y sin temores, de
nada sirven las ofrendas y atuendos en nuestras ceremonias, si igual mueren de
hambre los niños, tronó, tocando las ricas vestiduras y señalando las piedras
preciosas y joyas de los asistentes.
Desde una de las
portadas de la Iglesia Mayor, resonó la voz de uno de los más jóvenes:
—Apu Qon Tiqsi Illa Wiraqocha,
tienes bastante juicio, cada queja en mis ayllus reales hunden más las flechas
en mi corazón; los sebastianos son indolentes con sus hijos y sus tierras que
fueron lotizados indiscriminadamente, acabando con la producción de su cebolla
blanca y exquisita— lloró e imploró el militar atado a un árbol, acompañado por
el grito de una pareja de loritos verdes y pequeños.
Luego participó una
voz más pausada y cansado por los años:
—Qué podría decir de la universidad que debería ser la primera casa de
estudios, señor y gran Apu Pacha
Yachachiq, la ciencia y el humanismo no les interesa a los docentes y alumnos
antonianos— terció un barbado anciano con un libro en su mano temblorosa —sólo
aspiran aprobar los cursos y comprar el título— remató amargado y resignado.
Intervino también un
purpurado:
—Los artistas de T´okocachi
desaparecen o emigran; sus casas y calles ahora son feudos de vientos ajenos y
viciosos. San Blas huele a droga y licor, Señor de los Temblores— reflexionó ácido
el sabio acompañado por una docena de sus discípulos seminaristas y
sacristanes.
—Eso mismo ocurre en mi barrio San Cristóbal— dijo el más fortachón de
los presentes —los vecinos están tan cerca del Arzobispado, pero tan lejos de Dios—
se quejó bravucón y retador por el poder de su musculatura.
— Todos los alcaldes en mi distrito terminan encarcelados, acusados por
corrupción y malversación, mientras la pobreza continúa en los barrios
marginales y en las comunidades del distrito de Santiago— intervino desde su
caballo blanco el personaje, que más parecía el jefe de un ejército que un
santo.
En medio de las voces
altisonantes, surgió dulce y vital la voz de una mujer:
—Y qué podemos hacer hijo mío, Señor Jesucristo, si el pastor que
designamos es el primero en separar nuestra iglesia de los pobres, prohibir las
misas en quechua, recusar las danzas y músicos en las procesiones, rechazar los
cirios y bombardas— intervino la más hermosa y fina de las mujeres, mostrando
un documento del Arzobispo a la parroquia de La Almudena —tal es el
atrevimiento que en el último Lunes Santo, prohibieron en tú bendición las
sirenas de los bomberos que acompañan el llanto del pueblo, reemplazando el
recogimiento con unos aplausos deportivos. Hasta el Qori Illapa, corona de oro de tu noble cabeza lo han hurtado para
desangrarte y destruirte— terminó entristecida la madre del que dirigía el
concilio.
Se animaron más las
mujeres y desde una gran anda de plata y llena de joyas habló:
—Es cierta la afirmación de Mamacha
Natividad— apoyó la Virgen de Belén la matrona de la Pachamama— debemos hacer algo antes que esto sea un infierno—
concluyó la patrona del Cusco.
El Doctor Jerónimo
que hacía las veces de secretario, en su voluminoso libro de plata y utilizando
una pluma gigante de cóndor; comprendiendo el cansancio y que más tarde debían
volver a recorrer la Plaza de Armas, redactó y leyó las intervenciones.
Finalmente quedaron
en seguir auscultando, hasta el próximo solsticio, los problemas que aquejan a
sus parroquias, entre los otros santos y Apus.
Programaron convocar a una nueva junta a través del Hatun Taqe Wiraqocha en el Q´oyllur
Rit´i y luego en el Corpus Christi del próximo año.
Luego designaron una
comisión, para investigar y enfrentar al grupo de atrevidos y facciosos que
atacaron y buscaron victimar al Señor de los Temblores, al ser descubiertos se
habían llevado su corona de oro. Era evidente que la codicia y la maldad estaba
pasando la raya y golpeando la cabeza de la iglesia.
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